RUSIA

En busca del alma rusa en San Petersburgo

La antigua ciudad de los Romanov huele a café, gatos y orina, según el escritor Fiodor Dostoyevski.

El río Nevá al anochecer. [ Ver fotogalería ]

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San Petersburgo huele a café, gatos y orina. Al afirmar esto, Irina Nechayeva se apoya en la ventana del autobús, que se balancea. El escritor Fiodor Dostoyevski describió así en sus libros el olor de la metrópoli zarista, dice la guía turística. En este momento, sin embargo, la ciudad solo huele a helada. Incluso dentro del autobús. Es octubre. Irina, una mujer con voz firme y mirada severa que se crió y se quedó a vivir en la ciudad portuaria rusa, primero les explica a los visitantes algo fundamental: «El tiempo en la ciudad es como sus mujeres: caprichoso«. Mientras lo dice, una lluvia helada golpea la ventana del autobús.

El autobús se desplaza por el Nevski Prospekt, la calle principal de San Petersburgo, de cuatro kilómetros y medio de longitud. Con un fuerte acento y una impresionante velocidad va enumerando las atracciones turísticas que van pasando por delante de la ventana: a la derecha se encuentra una de las casas más bonitas de la ciudad, la tienda de delicatessen Yelisseyev, con sus gigantescas vitrinas con marcos verdes.

Ahora hay que mirar rápidamente hacia la derecha otra vez, hacia la calle lateral: a una distancia de unos cientos de metros se alza bajo el cielo gris, a orillas del canal Griboyedov, la Iglesia del Salvador, pintada de varios colores, con las famosas cúpulas acebolladas rusas. Ya la pasamos. «Y ahora rápidamente hacia la izquierda», dice Irina: ahí está la imponente Catedral de Nuestra Señora de Kazán con su gigantesca arcada. Otra vez hacia la derecha, rápido: la Casa Singer, del célebre fabricante de máquinas de coser, que hoy alberga un acogedor café. Todo va demasiado rápido. La gente en el autobús se amotina. El alma de una ciudad no se puede llegar a conocer desde un vehículo, ni mucho menos el alma rusa.

Pero sí es posible encontrar ese alma en el salón de la casa de Elena Harchenkova. Kyrill, de 17 años, lleva rápidamente al salón tres fuentes con pepinillos en vinagre. Con una sonrisa amable se los ofrece a los visitantes. Los pepinillos en vinagre le caen bien a uno después del vodka, explica Elena, la madre de Kyrill. Elena es una colega de Irina y una vez cada tantos meses invita a turistas a su casa en el oeste de la ciudad, donde vive con su hijo. Kyrill, con un tatuaje en la nuca y horteras volutas en las zapatillas, la ayuda en todo. El estudiante asegura que no habla alemán ni inglés, por lo que tiene permiso para tomar tranquilamente su té y pasar los dedos sobre el smartphone.

Su madre sirve té ruso tradicional, galletas con forma de gato, pastel de manzana y vodka. «A muchos turistas les gusta vivir estas experiencias auténticas, quieren saber cómo vive la gente en sus casas». Algunas agencias de viajes atienden este deseo y organizan para grupos pequeños visitas a familias. Elena les enseña a sus invitados todo: desde pósters de la banda alemana Rammstein en la habitación de Kyrill hasta el recibo de la luz pasando por el calentador en el baño. Por todas partes hay flores, reales, artificiales, bordadas, pintadas, impresas o tejidas. En la estantería de libros está «Guerra y paz», de Lev Tolstoi, y en la mesita al lado de su cama «De Bismarck a Hitler», del historiador alemán Sebastian Haffner.

Al otro lado del río Nevá, después de la curva a la derecha, una novia muy joven ciñe un abrigo negro sobre su vestido de volantes blanco como la nieve. «Este lugar es popular entre los novios. Incluso vienen desde Moscú», relata Irina. «Las limusinas van y vienen«. Los limpiaparabrisas del autobús giran de la izquierda a la derecha y de repente ya no empujan hacia los lados de la ventana la llovizna sino la primera nieve del invierno. Al bajar del autobús, el hielo sobre los charcos de agua cruje bajo los zapatos. La Plaza Birzhevaya se encuentra en el punto más alto de la isla Vassilievski. Directamente delante de la isla se bifurca el río Nevá. Temblando, una pareja posa para la foto. Al fondo está la Fortaleza de San Pedro y San Pablo. La torre de la iglesia de la fortaleza se alza al cielo como la punta dorada de una aguja.

En la iglesia está enterrado Pedro el Grande (1672-1725). A principios del siglo XVIII, el zar ruso mandó diseñar San Petersburgo en la mesa de dibujo. Alrededor de su sarcófago, que llega a la altura de la cadera, se arrastra un gato de tres colores. Es el gato de la iglesia, dice Irina. ¿Y el alma rusa? Irina da la respuesta a poco menos de cinco kilómetros al oeste de los cañones, en la isla Vassilievski, en el museo de arte contemporáneo Erarta. El museo se encuentra en un edificio fastuoso con gruesas columnas al típico estilo Lenin. Muchos de los cuadros que hoy se exponen en el Erarta no podrían haberse exhibido en tiempos de la Unión Soviética, dice el pintor Aleksandr Kosenkov, que expone aquí su obra. Una de sus pinturas abstractas muestra a dos esquiadoras desnudas levantando pesas.

Sin embargo, la verdadera alma rusa cuelga en la pared de enfrente. Irina guiña furtivamente un ojo cuando lleva al grupo a ver el cuadro. Un elefante de mirada triste está sentado junto a un lago y mira al horizonte. Su pesada espalda está apoyada en un abedul frágil. Los árboles en la orilla opuesta están rodeados de un verde intenso. Junto al elefante hay una botella vacía de vodka en la hierba. La pintura, de Nikolai Kopeikin, del año 2008, se llama «Motherland» (Patria). «Esta es el alma rusa«, dice Irina.

 

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