INDIA / RELATO DE VIAJE

India a paso de camello

Una excursión de tres días parte de Jaisalmer y recorre el desierto Thar, donde aún viven comunidades seminómades. Viaje sorprendente. Fotos

Jaisalmer, muy cerca de la frontera con Pakistán, centra su atractivo turístico en los paseos en camello por el desierto Thar. Allí se toma contacto con pacíficos pueblos seminómades, jainistas como Gandhi. Foto: Cedoc Perfil [ Ver fotogalería ]

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Por Russ Juskalian (The New York Times / Travel. Traducción Analía Melgar)

Desde lo alto de los muros, de 900 años de antigüedad, de uno de los fuertes más antiguos de la India, hoy deshabitado, la ciudad de arenisca Jaisalmer, en el oeste de Rajastán, parecía una pintura cubista hecha de barro, con casitas con forma de naipes, y todo rodeado de un paisaje infinito de arena y arbustos. Por encima, el atardecer resplandecía con un oscuro color púrpura.

Había llegado a Jaisalmer, ubicada en medio de los 72.000 m2 del desierto Thar, para explorar la parte antigua de Rajastán y tomar una excursión de tres días, a camello y por zonas deshabitadas. El Fuerte Jaisalmer, conocido como Sonar Quila, o “el Fuerte de Oro” por los colores ámbar y oro con que el sol ilumina sus paredes de arenisca, fue la mayor atracción de mi visita.

También descubrí que Jaisalmer tiene sus propios encantos. A pesar de que es polvorienta, resultó una agradable bienvenida, viniendo de la multitud mugrienta de Nueva Delhi, de donde yo provenía. Las calles angostas de Jaisalmer estaban llenas de vendedores ofreciendo carteras de cuero hechas a mano, telas y ropa, joyas, especias… y vacas que hay que esquivar para caminar. Es un lugar activo y, a la vez, calmo.

Al fuerte se accede por un angosto camino que cruza una serie de puentes de piedra. Su interior era un laberinto de callejones salpicados por havelis, construcciones de arenilla, de cientos de años de antigüedad, cubiertas desde el suelo hasta el techo por esculturas de dioses, símbolos geométricos y representaciones mitológicas. También, en una mañana, dentro del fuerte, exploré un grupo de templos jaina con elaboradas esculturas. A la tarde, tomé un auto-bicitaxi para ver una docena de cenotafios chhatri en una ruina cercana llamada Bada Bagh.

En los alrededores del fuerte se encuentran puestos de venta de bhang, autorizados por el gobierno de Rajastán. Allí se ofrecen estas preparaciones legales a base de marihuana, para comer o beber. Se combinan con pistacho, azafrán, pimienta negra y cuajada de leche, y parecen un milkshake.

Considerado al mismo tiempo un tónico médico y un sacramento –en algunas partes de India está más aceptado que el alcohol–, el bhang es tan antiguo como los textos védicos. Pero es una bebida fuerte, que impacta en el cuerpo. Al día siguiente, junto a tres guías, nos subimos a una vieja 4 x 4 para iniciar el recorrido por el desierto. Los siguientes tres días nos olvidamos de las duchas; casi todas nuestras comidas fueron vegetarianas y dormimos en bolsas de dormir desplegadas en las dunas.

Después de 45 minutos en la camioneta, descendimos a un costado del camino donde una media docena de camellos comían arbustos. Unos hombres vestidos con ropas color caramelo y con mantas que envolvían sus hombros estaban sentados en torno a un fuego y bebiendo chai, que nos ofrecieron, además de huevo duro y chapati, pan sin levadura. Luego, cada viajero se subió a un camello.

Para el almuerzo, llegamos a un paisaje de rocas, arena y arbustos de Calotropis, cuyas delicadas flores blancas y púrpura –nos advirtieron– segregan una savia viscosa que causa ceguera. Pasamos por pequeños poblados hechos de paja y barro, donde las mujeres lucían saris, unos vestidos con brillantes rojos y amarillos, y los hombres usaban turbantes rojos, verdes o naranjas. También vimos construcciones hechas de malezas, implementadas por pueblos seminómades para proteger el maní, la goma guar, el mijo y las cabras y ovejas durante las lluvias. Ya en el atardecer, pude entrever antílopes comiendo vegetación deshidratada.

Después de la jornada extenuante acampamos en una duna de arena, bajo el cielo estrellado. Me tapé la cabeza con las mantas, por el frío, pero también porque un amigo me había dicho que una vez, en un viaje similar, se había despertado por una jauría salvaje que lo lamía. Al abrir los ojos, los guías nos ofrecieron chai dulce con jengibre fresco. Y las dunas estaban cruzadas por unas extrañas huellas que entonces no identifiqué (por suerte) con las del escorpión, aunque lo eran. Antes de partir, encontré miles de caracoles, del tamaño de mi meñique, y supe por mi guía que pertenecían a un antiguo océano.

En el segundo día, nos cruzamos con varios pequeños pueblos, algunos musulmanes, otros, hinduistas. En cada parada, los niños venían a compartir nuestra comida o a probarse nuestros anteojos de sol. Por unas 3 mil rupias –un dólar equivale a unas 50 o 60 rupias–, compramos una cabra. Un familiar de uno de nuestros guías la sacrificó y la trozó siguiendo la tradición que indica la ley islámica. En la cena, una docena de hombres de la aldea cercana vinieron a comer con nosotros y a conversar. Cuando me acosté bajo las estrellas una vez más, sentía un éxtasis mayor que el que me había proporcionado el bhang y estaba más cansado que nunca. Los hombres locales seguían charlando alrededor del fuego mientras oía el ritmo desmayado de las gotas de lluvia, tan tenue que se evaporaban en el mismo momento en que alcanzaban el suelo.

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