Minnesota / EE.UU.

Por las calles (y bares) de St. Paul, la cuna del «Gran Gatsby»

Aunque siempre soñó con un mundo de ricos al este y al oeste, es el lugar donde el autor encontró su inspiración. Eran los tiempos del jazz, la ley seca y el contrabando. Hoy, un museo, una estatua y todos los espacios donde fue dando forma a sus grandes obras literarias lo recuerdan.

St. Paul, en Minnesota, fue la cuna de Francis Scott Fitzgerald y su fuente de inspiración. La ciudad recuerda a su ciudadano más ilustre, hijo del jazz, el alcohol ilegal y la ambición. (Fotos: Diario Perfil) [ Ver fotogalería ]

Ficha

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Por Jason Diamond (*)

 

Antes de la ginebra de contrabando de la era del jazz y de los días perdidos en París; antes de las lujuriosas fiestas de El gran Gatsby en los hoteles de Manhattan y en las mansiones de Long Island, previo al fracaso en Hollywood y a su muerte prematura por un ataque cardíaco a los 44 años, Francis Scott Fitzgerald era un chico del Cercano Oeste.

A pesar de que sólo se pueden captar destellos o apenas menciones de eso en sus historias literarias –generalmente como parte del mundo que varios de sus personajes dejan por destinos más lujosos–, todo lo que hay que hacer para comenzar a entender a Fitzgerald es ver el barrio Colina Catedral en St. Paul, donde creció. Como Amory Blaine en «A este lado del paraíso», Nick Carraway en Gatsby y un puñado de sus personajes más conocidos, Fitzgerald creció menos holgadamente que algunos de sus vecinos en una zona rica de St. Paul.

La diferencia en el trasfondo económico era notable y, caminando por su barrio, se comprende de dónde provienen algunas de las ideas del escritor sobre clase y confort. En St. Paul nació y allí regresó a los 8 años luego de que su padre perdiera su trabajo al norte de Nueva York.

En una revista local publicó su primera historia y allí completó su primera novela luego de haber ido nuevamente a la Gran Manzana para hacerse conocido a los 22. Se quedó allí hasta que finalmente, en 1922, Scott, Zelda y su pequeña hija Scottie partieron en busca de algo mejor.

Las grandes ciudades lo llamaron y su ciudad natal fue un recuerdo, aunque siguiera yendo allí para buscar historias. Fitzgerald dejó St. Paul muchas veces, pero St. Paul no lo abandonó. La casa natal nº 481 y la nº 294 –la de sus abuelos, y donde la familia vivió al regresar de Buffalo– son dos de sus viviendas que, por sus placas –aunque modestas–, se distinguen de la línea homogénea de viviendas adosadas sobre Av. Laurel.

Sin embargo, la verdadera gema es el Hito Histórico Nacional sobre 599 Summit Av. La vivienda de piedra caliza “estilo Nueva York” donde Fitzgerald escribió su primera obra parece una partecita de un gran castillo, pero comparada con otras de la misma cuadra es pintoresca. El barman de Starbucks me dijo: “Creo que es la más extensa franja de casas victorianas de todo el país”. Y tiene razón; además, en ellas vivieron propietarios de empresas que conocieron la prosperidad económica de la era dorada (1870-1890).

Estas ideas y sentimientos se manifiestan en el soberbio relato Sueños de invierno, que no sólo es un proto-Gatsby –una novela corta semiautobiográfica de un muchacho de St. Paul que se convierte en un hombre obsesionado con la rica y hermosa Judy Jones– sino también la mejor aproximación para comprender la relación de la ficción de Fitzgerald con su pueblo. “Este relato no es biográfico, recuerden”, apunta el narrador hacia el final, pero concede: “a pesar de que las cosas empujan a pensarlo, lo cual no tiene nada que ver con los sueños de su juventud”.

Otras odas a la región se esparcen por la obra de Fitzgerald, pero más notablemente en el famoso párrafo de Carraway en «El gran Gatsby», en el que habla de su Medio Oeste. Sin embargo, leyendo Sueños de invierno se presiente que, como el protagonista, Fitzgerald dejaría St. Paul detrás aunque no sería más feliz en ninguna parte.

Sobre Summit Av. se encuentra University Club (U Club, para los locales), donde Scott y Zelda beberían y bailarían con los ricos hasta que llegara el triunfo con A este lado del paraíso. Aún es un club privado sólo para miembros, diseñado por una de las firmas que estuvo detrás de la Gran Estación Central de Nueva York, ofrece una vista panorámica del puente sobre el Mississippi.

Sin embargo, no hay retratos de su socio más ilustre y ni siquiera uno que diga “aquí bebió” o “aquí bailó”, pese a que el club sí está presente en Sueños de invierno. Otros establecimientos locales, en cambio, recuerdan que en ellos alguna vez se sentó, se quedó dormido y tal vez escribió un libro el célebre Scott.

“¿Alguna vez escuchó la historia de la noche de vacaciones de invierno en que lo sacaron a patadas de la iglesia?”, lanza la mesera del Commodore, el bar que reabrió en el edificio que alguna vez fue un hotel donde vivieron Scott y Zelda hasta el nacimiento de su hija en 1921. Allí, hasta los carteles que indican no dejar al perro hacer pis sobre el pasto del jardín están escritos en la gráfica art déco de la portada de «El gran Gatsby«.

El bar, que se ha convertido en un clásico que milagrosamente sobrevivió una tremenda explosión de gas en 1978, no tiene sillas pero sí un pasamanos para que los partisanos repletos de gin tonics pudieran sujetarse. No sólo Fitzgerald sino también Hemingway, Al Capone y varios gangsters que ingresaron al folclore americano bebieron aquí. Punto caliente en la era del jazz en una ciudad que no se hizo conocida por su jazz ni por sus fiestas salvajes, el bar permaneció abierto luego de la revocación de la prohibición de 1933, pero pasó de moda junto con todo el vecindario.

Las grandes casas se vaciaron a medida que la gente se mudó a los suburbios. Hoy, el Commodore es un tributo a esas viejas glorias que parecen regresar. Aunque no fueran los brillos de París ni los edificios de Manhattan, el esplendor que el área tuvo alguna vez debe haber sido atractivo para Fitzgerald. A pesar de que hubiera peligros como el que representaban los contrabandistas que venían de Canadá a esconder sus barriles, St. Paul tenía su pulso y él estaba familiarizado con él. Además, sus padres seguían viviendo allí.

“Esa cafetería de la esquina –señala Matt Sutton, manager del restaurant Frost & Company– solía ser un prostíbulo cuando Fitzgerald vivía aquí. Los túneles iban de acá hasta allá, a la iglesia, al río, ofreciendo una ruta para los contrabandistas”. Ahora están mayormente cerrados. A pesar de que el sótano del bar fuera parte de ellos, a él puede bajarse para beber vino o whisky, ahora legales, junto a un hogar. Casualmente, el predio que hoy ocupa Frost & Company pertenecía a una farmacia, donde el escritor compraba cigarrillos, al menos eso comentan los guías turísticos del tour Fitzgerald.

Los ciudadanos celebran la huella que el escritor dejó en la ciudad con una inmensa imagen suya en la marquesina del teatro que tomó su nombre y el parque Rice emplazó una placa donde se lee: “En honor de un joven que se convirtió en escritor en esa ciudad”. Empero, ningún local vende merchandising barato. Me pregunto qué llevó a Scott a dejar este lugar.

A los veintipico escribió Hermosos y malditos en la casa victoriana color tiza sobre Goodrich Av., y paseaba por el Lago Oso Blanco, 16 km al norte. Minnesota, parece, fue bueno para él. “Incluso la pena que pueda haber acarreado quedó atrás en el país de la ilusión, la juventud, la riqueza de la vida, donde florecieron sus sueños de invierno”, escribió Fitzgerald en el final de Sueños de invierno, precisamente.

 

 

(*) The New York Times / Travel Traducción Mónica Martin. Publicado por Diario PERFIL

 

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