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Sol, mar y cultura, las bellezas de San Francisco

Considerada uno de los tres destinos preferidos del turismo mundial para el 2013, mantiene un romance con el sol. Fotos

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Por Daniel García Marco (dpa)

La bruma se disipa y los presos de la cárcel de Alcatraz agitan su taza de latón pidiendo café caliente. Al otro lado de los ventanucos, la mayor tortura de las vividas en la Roca: ver el desperezar de una ciudad, con sus sonidos y colores, que es máximo exponente de la libertad y el hedonismo a apenas dos kilómetros de la verja.

Todos los placeres deseables separados de la prisión de hormigón por dos kilómetros de frías y revueltas aguas. La contraposición alimentó la leyenda de cárcel inexpugnable y las esperanzas nunca concretadas de muchos por fugarse. El premio estaba demasiado cerca y demasiado lejos.

Para cuando la isla de Alcatraz fue prisión de máxima seguridad, de 1934 a 1963, San Francisco hacía años que había dejado de ser un pueblo intrascendente para convertirse en meca del buen vivir, del lujo sin ostentación -a diferencia de Los Angeles- y del hedonismo tan puramente californiano que aún es hoy en día.

Antes, mucho antes, todo empezó con un grito: «Muchachos, creo que he encontrado oro«. Era 1848 y el hallazgo de esas pepitas de oro desencadenó una de las migraciones más vertiginosas de la historia.

A partir de ahí, el pequeño pueblo y el modesto puerto trataron de absorber los miles de trabajadores que habían escuchado el rumor y que llegaban a la tierra prometida para perseguir un sueño. Se estima que fueron 300.000 en dos años, de 1849 a 1851. Para favorecer el negocio, California abolió la esclavitud y reconoció derechos a la mujer muchos antes que otros Estados.

Ya entonces, los utópicos europeos, que también llegaron a la última frontera del Oeste, experimentaron con la explotación comunal de las minas. Un adelanto del futuro hippie en los años 60 del siglo XX.  Ambos fracasados. La entrada en la bahía de los sueños, bautizada como Golden Gate (puerta dorada), dio nombre a uno de los puentes más reconocibles del mundo por su audaz construcción en 1937, que superó las dificultades de las corrientes del estrecho, y por su color «naranja internacional» acorde con la soleada costa.

Era la puerta a un mundo mejor, pero agitado. Al costado del puente, Fort Point, reducto de la Guerra de la Independencia del país y por donde cae la misteriosa Madeleine de Alfred Hitchcock en «Vértigo».

En frente, Alcatraz, roca yerma que recuerda el lado duro de la ubérrima California, que la riqueza, como en la época de la fiebre del oro, a veces acaba por la codicia. Alcatraz como reflejo de una ciudad que puede ser hostil y sórdida -placer y vicio suelen ir de la mano-, como refleja Dashiell Hammet en 1930 en su novela «El Halcón Maltés» con el siniestro y avaricioso personaje del detective Samuel Spade al que dio vida en el cine Humphrey Bogart.

Por la puerta enmarcada ahora por el acero del puente entraron mexicanos, rusos y chinos para hacer de San Francisco la ciudad multicultural que aún hoy es.

California sigue siendo hoy el Estado que más inmigrantes recibe y el más poblado. Ya no hay oro, pero sí el silicio de Sillicon Valley.Las minas han sido sustituidas por otras virtuales, sin polvo: Google, Facebook, eBay, Yahoo!, Intel? El final de la Guerra Fría provocó que las compañías dedicadas a la fabricación de bombas se reciclaran en tecnología de la información.

Durante la fiebre del oro, se generó también otra «industria» paralela del placer con burdeles y casinos en los que en lugar de con monedas, el pago se realizaba con polvo y pepitas de oro. Por ello quizás, la libertad mental de la actual San Franciso, abierta a las orientaciones sexuales y a hábitos de consumo de sustancias muy por encima de la media de un país que mayoritariamente es definido como puritano.

Nada que ver con California ni con San Francisco, donde la comunidad homosexual se destapó en el pintoresco barrio de Castro, dando el banderazo de salida a un movimiento reivindicativo que se extendió por otras ciudades de Norteamérica y de Europa gracias, especialmente, a Harvey Milk, otro referente de la ciudad inmortalizado en el cine.

En los años 60, mientras Milk lideraba la visibilidad gay, el distrito de Haight-Ashbury fue el refugio del más destacado movimiento hippie, que tuvo su mayor esplendor en el «verano del amor», el de 1967, cuando el Festival de Monterrey avanzó Woodstock y cuando 50.000 personas se manifestaron por el libre uso del LSD con el «Summertime» de Janis Joplin y el «California dreamin'» de The Papas and the Mamas como bandas sonoras.

Ante la Guerra de Vietnam, el constante sueño de utopía de una ciudad. Porque si un lugar es capaz de creer que su modelo puede ser exportable y que el mundo puede ser mejor, ése es San Francisco.

Los poemas de la «generación beat», especialmente los de Allen Ginsberg y Jack Kerouac, dieron sustento ideológico a la contracultura, que apostó por géneros ya en desuso como la poesía gracias, sobre todo, a una librería que aún sobrevive en North Beach, el barrio italiano, que confunde la tradición cultural con el aroma de sus cafés y de las salsas que bañan la mejor pasta de la ciudad.

Cocina italiana en el centro que compite con el salmón, los cangrejos y el irresistible «clam chowder» (crema de almejas) del puerto. Columbus Avenue ya es principalmente un reclamo, una atracción para románticos, pero, sobre todo, una obligación para comer bien. Haight-Ashbury, las calles del «flower power», son ahora una colorida arteria de consumo para comprar ropa de diseño, adquirir marihuana y pasar una noche en un hotel que fue comuna a precio de cinco estrellas. Aún así conserva el encanto y su aura melancólica de lo que pudo ser y no fue. Murió de exceso, como Janis Joplin.

El modelo San Francisco finalmente no se exportó. La ciudad admite el fracaso y consciente de su belleza y sin apenas veleidades utópicas, sólo aún algunas espirituales con el «new age», decide disfrutar de sí misma.

Sus habitantes viven relajados el alto nivel de vida, el sol, el mar, la cultura… Aunque saben que siempre hay un amenaza: la cercanía de la falla de San Andrés, la que provocó un terrible terremoto al inicio del siglo XX. Paneles de alerta de tsunami sorprenden al mirar de frente al Pacífico y sus vientos en Ocean Beach, la playa más grande de la ciudad.

Cuanto uno más disfruta la ciudad, más es consciente de que todo puede tener un final. Es cuestión entonces de aprovechar el tiempo, de disfrutar el momento. El mercado al aire libre en torno al viejo puerto ofrece delicias para gourmets procedentes de las granjas de los fértiles valles aledaños, como Napa y Sonoma. La agricultura de la zona es una de las principales del mundo.

La mejor fruta, las mejores verduras, el mejor vino y la mejor carne, todo biológico, todo sano. Si llega el tsunami, se llevará una ciudad de cuerpos bellos, formados en carrera o bicicleta por los muchos kilómetros continuos de zona peatonal y de parques junto al mar por el Embarcadero y Marina Boulevard hasta el Golden Gate, cuyos casi tres kilómetros deben ser atravesados para llegar a la (aún más) idílica Sausalito.

Sobre los cables naranjas del Golden Gate, colgado ante el Pacífico,  se lee un llamativo cartel encima de un teléfono. «Las consecuencias de saltar desde este puente son fatales y trágicas. Hay esperanza, llama«. La bruma mental se dispersa: ¡Esto es San Francisco!

 

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