Naufragamos por el río Napo donde habita el oro y las anacondas. «Chiquitas», me dijeron, pero lo suficientemente grande como para tragarse a un niño. Paradójicamente, en las orillas los hombres sacaban y lavaban el oro en pequeñas fuentes de metal, mientras los niños jugaban a sus lados en el agua sin preocupación. Algunos hasta más adentro de lo que les hubiese permitido mi madre.

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