El «turismo catástrofe», una actividad lucrativa desde Japón hasta Nueva Orleans
Ciudades arrasadas por tsunamis, terremotos o huracanes son el foco de la exploración de turistas y curiosos.
Uno de los principales "atractivos" de Rikuzentakata es el único pino que quedó en pie. Los otros 70.000 fueron arrancados de cuajo por el tsunami. Foto: AFP [ Ver fotogalería ]
Rikuzentakata era una ciudad famosa por su playa y por sus pinos majestuosos en el Pacífico japonés. Pero desde el tsunami de 2011 se convirtió en un polo de «turismo catástrofe», una actividad lucrativa en muchos puntos del planeta. La atracción para algunos es puramente mórbida -ganas de contemplar las desgracias ajenas- pero también hay quienes buscan compartir el dolor y figurarse lo impensable.
«Uno no puede darse cuenta de la monstruosidad del tsunami sin venir aquí para verlo con sus propios ojos«, dice Akira Shindo, un japonés de 15 años que reside en Nueva York, a la agencia Afp. El muchacho se inscribió en un «tour» por el litoral noreste del archipiélago, donde una ola gigantesca arrasó el 11 de marzo de 2011 todo lo que encontraba a su paso. El tsunami y el sismo que lo había precedido, de magnitud 9, dejaron al menos 18.000 muertos.
Uno de los principales «atractivos» de este «Tsunamiland» es el único pino que quedó en pie. Los otros 70.000 fueron arrancados de cuajo por la embestida de los elementos. El «pino milagroso» también acabó por morir, corroído por el agua marina, pero se invirtieron 150 millones de yenes (1,6 millones de dólares) para reconstituirlo. Los medios de comunicación siguieron paso a paso el proceso y el tronco embalsamado se convirtió en un tótem contra el olvido.
«Era el árbol más alto, de 27 metros«, afirma Mitsuko Morinaga, un guía voluntario, de 62 años, que pasea a los turistas por la ciudad aún desfigurada por la furia de la tierra y el mar. «Quería impedir que el recuerdo del desastre se borrara«, dice Shuichi Matsuda, el agente de viaje que organizó esta excursión de 24 personas. El autobús se detiene frente a un pequeño altar, donde cada participante deja una flor, incluida en la tarifa.
Los turistas no dejan entrever ninguna fascinación malsana. Parecen ante todo impactados por el panorama de devastación y tratan de expresar, cuando se los interroga, el espanto por la cantidad de vidas perdidas. Pese a todo, las zonas siniestradas fascinan, como fascinan las imágenes de un domador atacado por sus fieras o de un equilibrista que cae al vacío.
En Luisiana (sudeste de EEUU), numerosos turistas siguen visitando los barrios de Nueva Orleans sumergidos hace siete años por las aguas del ciclón Katrina. Los habitantes de un barrio reconstruido, saturados de la curiosidad mórbida de muchos visitantes, obtuvieron la prohibición de ese tipo de excursiones. (Lea además: Nueva Orleans presenta el “Katrina Tour”)
En un cruce de calles, un cartel proclama: «Turistas, avergüéncense. Sigan su camino. Están pagando por mi dolor. Aquí murieron 1.600 personas«. Una portavoz de la oficina de turismo, Lauren Cason, asegura que los visitantes son bienvenidos, pero que a los habitantes les gustaría que se vean las cosas positivas, como los esfuerzos por reconstruir sus vidas y su ciudad. «Tratamos de destacar que (Nueva Orleans) es de nuevo una ciudad floreciente«, dice Cason.
Los grandes autobuses ya no vienen, pero los «voyeurs» siguen llegando. Dos agencias de turismo (de las treinta con que cuenta la ciudad) proponen sus «Katrina tours». Otros curiosos vienen con sus coches o en taxi, rastreando vestigios del desastre.
En Nueva Zelanda, los habitantes de Christchurch tuvieron que habituarse a esos turistas que no paran de fotografiar y filmar las ruinas de la catedral anglicana, otrora símbolo de la ciudad destruida en febrero de 2011 por un sismo que dejó 185 muertos. Un estudio de una universidad local indicó que los habitantes querían pese a todo reglamentar los tours y exigían una actitud respetuosa de visitantes fascinados por la muerte y las catástrofes.
Esos turistas, poco importa sus motivaciones, aportan sin embargo fondos a zonas que los requieren con urgencia para los trabajos de reconstrucción. En Rikuzentakata, Akira Oikawa lo sabe y vende pescado, algas y otros productos del mar a los turistas: «Les agradecemos que vengan y compren productos locales«, dice el vendedor, antes de agregar: «Pero duele cuando nos preguntan cuántas personas murieron aquí. Nos gustaría percibir un poco más de empatía«. Un total de 1.800 personas murieron en Rikuzentakata.