MADRID / ESPAÑA

San Isidro, el cementerio español donde los ilustres desean pasar la eternidad

La abundancia de mausoleos ilustres y árboles centenarios que otorga a este cementerio madrileño su aspecto único. Historias y arte al aire libre.

Vista general del Panteón de los Hombres Ilustres. Foto: dpa [ Ver fotogalería ]

Ficha

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«¿Aquí está la tumba de Goya?», pregunta emocionada una necroturista que forma parte del reducido grupo de personas que visita el cementerio madrileño de San Isidro, un domingo de noviembre, cuando el sol otoñal proyecta sus tenues rayos sobre el colorido espacio fúnebre más romántico de Madrid. Rául García Girón, el guía del cementerio eclesial más antiguo de Madrid, inaugurado en 1811, apunta con una sonrisa socarrona a la modesta lápida de granito que sólo lleva inscrito el nombre del genial pintor de la España profunda, tétricamente negra: GOYA.

La turista mal informada no puede ocultar su decepción cuando se entera de que la tumba está vacía: los restos de Francisco de Goya, fallecido en la ciudad francesa de Burdeos el 16 de abril de 1828, estuvieron enterrados en este lugar temporalmente desde 1899 hasta que fueron trasladados en 1918 a la Ermita de San Antonio, en la Avenida de la Florida. Allí descansan bajo la bóveda que el propio maestro había decorado, antes de que le sorprendiera la muerte, con su estilo pictórico inconfundible, desosegado, inquietante, desgarradoramente social y humano.

En el Patio de los Hombres Ilustres, obra del arquitecto Joaquín de la Concha, la tumba vacía de Goya está adosada, formando una cruz, con las de otras tres figuras cimeras del romanticismo español: el filósofo Donoso Cortés y los poetas Leandro Fernández de Moratín y Juan Meléndez Valdés. Los cuatro españoles ilustres sepultados en este monumento fúnebre conjunto, diseñado por el arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, murieron todos en Francia antes de encontrar su morada final en su natal España.

El Patio de los Hombres Ilustres se encuentra en el corazón del Patio de la Purísima Concepción, proyectado en 1852 por el arquitecto Francisco Enríquez Ferrer, quien se había propuesto crear un cementerio romántico integrando la arquitectura fúnebre en la vegetación. Es justamente la abundancia de cipreses centenarios, tejos, boneteros y sóforas lo que otorga a este camposanto su aspecto único, melancólicamente romántico.

El cementerio de San Isidro, que toma su nombre del patrón de Madrid,  fue elegido en el siglo XIX por la nobleza española, la alta burguesía, célebres intelectuales y artistas como el sitio ideal para establecer su última morada. Situado en la pendiente de una colina en el suroeste de Madrid, fue ampliándose con el tiempo hasta abarcar una superficie de unos 120.000 metros cuadrados, pero sólo el Patio de la Purísima Concepción concentra la gran riqueza arquitectónica y escultórica por la que San Isidro mereció ser declarado Bien de Interés Cultural en la categoría Conjunto Histórico.

En ese patio pintoresco, los imponentes monumentos fúnebres y mausoleos parecen competir entre sí en términos de fastuosidad y megalomanía. Renuentes a aceptar que la muerte termine por convertir en iguales a todos los seres humanos, los duques, marqueses, condes y demás miembros destacados de la élite social y política española de la segunda mitad del siglo XIX se empeñaron en hacer de sus últimas moradas toda una exhibición del poder y la riqueza que en vida los distinguía del resto de los mortales.

Así, surgieron panteones que parecen copias a pequeña escala de los palacios y palacetes que habitaban antes de pasar a otro mundo, panteones diseñados y construidos a su vez por la élite de arquitectos y escultores de la época como José Grases Riera, Arturo Mélida, Ricardo Velázquez Bosco y de renombrados colegas italianos como Giulio Monteverde, Arturo Luchetti o Francisco Isidori, varios de los cuales eligieron el mismo cementerio como última morada.

El mausoleo histórico probablemente más impresionante del cementerio es el panteón de estilo neogótico del marqués de Amboage, que de joven fue a Cuba, donde amasó una inmensa fortuna simbolizada tras su muerte por un mausoleo que tiene la dimensión de una pequeña catedral, con naves laterales y techo de dos aguas, sobre la cual se alza una gigantesca aguja recubierta de chapas repujadas de latón y cerámica. En la base de la torre del mausoleo se encuentran esculturas de lechuzas con las alas abiertas, listas para emprender por la noche sus vuelos sobre el cementerio dando graznidos estridentes y lúgubres.

Desgraciadamente, como se siguen realizando nuevos enterramientos en el Patio de la Purísima Concepción, el hermoso panorama de decadencia monumental fúnebre decimonónica se ve perturbado en algunos lugares por la presencia de sepulcros modernos de granito resplandeciente sin valor artístico alguno. No es el caso, sin embargo, del panteón moderno que alberga los restos del piloto Francisco Godia Sales, el primer español en participar en carreras de Fórmula 1 y el que más títulos conquistó, sólo superado por Fernando Alonso.

El panteón de Godia, quien murió en 1990, ya se construyó en la década de los 50 del siglo pasado, conforme a las instrucciones de su propio futuro morador, y llama poderosamente la atención del visitante por la presencia de un enorme sarcófago de hormigón suspendido en el aire con gruesas cadenas sujetadas por cuatro ángeles descendidos del cielo. El visitante se imagina que el sarcófago contiene los restos del piloto, pero  el cadáver yace en la cripta del monumento. La escultura de los ángeles sujetando el sarcófago suspendido es una escenificación que simboliza «la transición de la vida terrena a la vida eterna», según la memoria escrita por el autor del proyecto, el arquitecto José Marañón Richi.

Los ángeles, no podía ser de otra forma, son omnipresentes en los sepulcros, muchas veces con actitud ensimismada, desgarrados por el dolor y la tristeza. No pocos de esos ángeles esculpidos por grandes artistas están hoy mutilados: faltan cabezas y brazos, destrozados por los obuses y balazos que cayeron sobre el cementerio durante la Guerra Civil Española. Paradójicamente, esos daños no desentonan con el ambiente de decadencia funeraria romántica, sino incluso lo refuerzan.

Sin duda, el ángel más esbelto entre todos los que pueblan el cementerio es el que se encuentra en el interior del panteón de De la Gándara, obra del escultor italiano Giulio Monteverde. El ángel, que está sentado sobre un sarcófago cubierto por un paño mortuorio, tiene rasgos inconfundiblemente femeninos, como unos hermosos pechos pequeños, desafiando la creencia generalizada de que los ángeles no tienen sexo.

Como todos los cementerios antiguos e históricos, también el Sacramental de San Isidro tiene sus misterios y leyendas, como el nicho número dos de la galería tres, que pertenece a la familia del doctor Pedro González Velasco. En el nicho está sepultada, supuestamente, la hija del médico, Conchita, que murió en 1864 a la edad de 15 años víctima de una epidemia de tifoidea. El médico y su asistente, un joven doctor que era el prometido de la hija de Velasco, embalsamaron el cadáver de la niña. Dice la leyenda que semanas después del fallecimiento comenzó a circular por Madrid el rumor de que el doctor Velasco sentaba en la mesa a su hija momificada y hablaba con ella, como si de un ser vivo se tratara, que a veces vestían a la difunta de novia y que incluso, al atardecer, el doctor la sacaba a pasear en el coche de caballos, sentándola enfrente de él. La noticia, cierta o no, causó tanto miedo entre los madrileños que estos no se atrevían a pasar por delante de la casa del doctor o por sus cercanías.

Poco antes de concluir el recorrido, de casi dos horas, el guía lleva a los visitantes a un punto de la colina desde el cual se abre un hermoso panorama de la ciudad de Madrid, sólo estropeado para un hincha del Real Madrid por los contornos del cercano estadio de su archirrival Atlético. «Me daría miedo quedarme encerrada aquí y tener que pasar la noche entre las tumbas», comenta una turista al llegar a la salida del cementerio, todavía impresionada por la atmósfera tétrica de la que acaba de imbuirse. Su amiga la tranquiliza con una verdad irrefutable: «No es a los muertos a los que hay que tener miedo sino a los vivos».

 

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