ECUADOR (desde Quito hasta Guayaquil)
450 kms de travesía a bordo del tren que viaja entre volcanes
Antes catalogado como el más «extremo» del mundo, por las dificultades en su construcción, el «Tren Crucero» es considerado el tren más hermoso del mundo. Fotos.
El Tren Crucero ya es una opción turística para descubrir los paisajes del Ecuador sobre las rieles históricas del ferrocarril. Foto: Cedoc Perfil [ Ver fotogalería ]
Desde la pegajosa costa del Pacífico hasta las cumbres nevadas de los Andes, el «Tren Crucero» (Ecuador) ofrece un viaje desde Guayaquil a Quito a través de la accidentada geografía ecuatoriana, con ascensos de 3.600 metros y descensos al nivel del mar, y a través de una ruta rodeada por bellezas naturales: volcanes, ríos, lagos, montañas y la mítica Nariz del Diablo. Antaño catalogado como el más «extremo» del mundo, por las dificultades en su construcción, es hoy considerado el tren más hermoso del mundo.
“Es el demonio vomitando humo”, decían las remotas poblaciones indígenas, a principios del siglo XX, cuando el ferrocarril a vapor empezó a abrirse paso en la geografía ecuatoriana, señoreándose entre ríos, lagos y montañas de la «Tierra de los Malos Caminos», como se apodaba a este país sudamericano en épocas coloniales.
Hoy, muchos años después, el Tren Crucero realiza este viaje que va desde Guayaquil a Quito (y viceversa), tras décadas de abandono en las que había que conformarse con determinadas rutas cortas. Cuatro días de duración y 450 kilómetros de travesía dan para demasiado: llanuras, montañas, volcanes, parques naturales, caminos zigzagueantes, ríos, selvas y pueblos escondidos.
Pero también permite visitar joyas patrimoniales, mercados con artesanías, museos de huellas multiétnicas y una gastronomía autóctona digna de reconocimiento universal. Su locomotora parte a a la altura del mar desde la estación de Durán, a pocos kilómetros de Guayaquil, recostada a orillas del río Guayas. Se trata de la ciudad más grande y poblada de Ecuador, testigo de una espectacular regeneración urbana: de una cloaca sobre manglares a una metrópoli dinámica y moderna, cuajada de espacios culturales y animada vida nocturna.
En Bucay, ya a los pies de los Andes, el ferrocarril detiene su marcha para recorrer la plantación de cacao de la Hacienda San Rafael y admirar los procesos que dan lugar al famoso chocolate de Ecuador, entre los más exquisitos de América. Pero habrá que desplazarse a la ribera del río Limón para vivir una aventura atípica. Allí, una comunidad de indios shuar, emigrados hace setenta años desde la cuenca amazónica, mantiene sus costumbres ancestrales: los rostros pintados de rojo, el atuendo con plumas de tucán y las danzas tradicionales con las que dan la bienvenida, mientras agasajan al visitante con chicha de yuca, maduro y chonta.
Al tren, que vuelve a emprender viaje cada mañana tras hacer noche en lujosas estancias, aún le queda lo mejor del trayecto. A partir de este momento, las llanuras desaparecen para dar paso a los bosques nublados y el paisaje irregular de las alturas, a las poblaciones indígenas ocultas en los nudosos Andes, a los hombres y mujeres abrigados con coloridos ponchos.
El río Chanchan acompaña el camino hasta el mayor hito de la travesía: la mítica Nariz del Diablo, una pendiente de roca a 1.900 metros de altitud, por cuyas faldas transita el Tren Crucero o más bien avanza y retrocede en un vertiginoso zigzag. La construcción de este tramo al filo de la montaña (para el que hubo que emplearse dinamita y sortear las picaduras de serpientes, entre otros peligros) justifica el sobrenombre del tren más difícil del mundo.
La Avenida de los Volcanes
Desde los ventanales panorámicos del ferrocarril o, si hay valor, desde la terraza abierta, se despliega la cordillera ecuatoriana, una buena parte de lo que el científico alemán Alexander Von Humboldt calificó como «Avenida de los Volcanes», ese corredor interandino que serpentea entre más de setenta volcanes paralelos (27 de ellos aún activos) a lo largo de 300 kilómetros. Una cordillera que alcanza su altura máxima en el Chimborazo (6.310 metros), el volcán activo más alto del mundo y el punto más alejado del centro de la Tierra.
A sus faldas se vislumbran campos de cultivo de quinua, papa o maíz, parches multicolores que son trabajados por los indígenas, cuya presencia se hace sentir en las poblaciones que salen al paso: Alausí, con sus casas republicanas protegidas por la estatua de San Pedro; Guamote, donde se celebra la pintoresca feria de artesanía, o Colta, donde descansa la iglesia más antigua de Ecuador, la Balbanera, construida por la expedición de Pizarro en 1534.
Después llegará la estación de Urbina, a 3.609 metros sobre el nivel del mar. Allí se vive un momento especial: el encuentro con Baltazar, el último hielero del Chimborazo, que continúa subiendo a las faldas del volcán para extraer los bloques y, envueltos en paja, transportarlos hasta el mercado de Riobamba, donde una creencia dice que es bueno para los huesos y también para la resaca (o «chuchaqui», como dicen en Ecuador).
La visita a la plantación de rosas de Cunchibamba y el senderismo por el Parque Nacional de Cotopaxi, cerca del lago glaciar Limpiopingo, suponen el fin de la travesía. Ya en Quito, existe tanto que explorar que no queda tiempo que perder, con su encanto irresistible de una de las más bellas ciudades coloniales, con el casco histórico más intacto de Latinoamérica y renovados barrios donde aspirar la esencia más trendy. Y aunque la magia de esta urbe entre volcanes atrapa, el recuerdo del Tren Crucero nunca se borra de la mente de quienes lo abordaron.
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