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Un viaje fuera del tiempo

Como un recodo entre las horas, la ciudad del siglo XVII vive en su propia dimensión. allí lo fantástico reúne el 1700 con el confort del siglo XXI.

Cruzando el Río de Plata, en esa ciudad colonial fundada por portugueses en 1678, lo que llama la atención del visitante es que apenas desembarcado, no importa por qué vía haya accedido, si por agua, por tierra o por aire, es que el tiempo empieza a correr de otro modo. [ Ver fotogalería ]

 

Por Guillermo Piro (*)

Esa hora que puede llegar alguna vez fuera de toda hora, agujero en la red del tiempo”, decía Julio Cortázar al comienzo de Prosa del Observatorio, “esa manera de estar entre, no por encima o detrás sino entre, esa hora orificio a la que se accede al socaire de las otras horas, de la incontable vida con sus horas de frente y de lado, su tiempo para cada cosa, sus cosas en el preciso tiempo…”

Si bien el texto (injustamente secreto) habla del sultán Jai Singh y de sus fascinantes observatorios astronómicos de Jaipur y Delhi (entre otras cosas), el comienzo de Prosa del Observatorio es uno de esos raros diamantes intercambiables: de acuerdo, habla de Jaipur, pero bien podría estar hablando de Colonia.

Porque sin duda cruzando el Río de Plata, en esa ciudad colonial fundada por portugueses en 1678, lo que llama la atención del visitante es que apenas desembarcado, no importa por qué vía haya accedido, si por agua, por tierra o por aire, es que el tiempo empieza a correr de otro modo. El tiempo es el mismo, pero adquiere otra dimensión, como en el básquet.

Corre, como siempre, pero mientras corre se pueden hacer muchas más cosas, atravesar espacios más grandes, visitar monumentos más distantes, almorzar, caminar, beber, y que todavía quede tiempo para seguir caminando, bebiendo, visitar monumentos, atravesar más espacios. (La apelación al básquet requiere de una breve explicación: se dice que en el basquet el tiempo de juego es “real”, entendiendo con esto el tiempo efectivo de juego; en realidad es el tiempo irreal por excelencia, porque un tiempo así sólo puede existir en la literatura fantástica. Si el tiempo es ya en sí mismo una abstracción, el tiempo del basquet, que se puede detener a voluntad, es una abstracción doble. O triple.)

Ahora que el fin quedó claro, justifiquemos los medios. Colonia es una ciudad concebida para ser caminada. A lo sumo se acepta el velocipedismo, pero no más que eso. Quienes se aventuren en automóvil tienen que aceptar que la lógica del tránsito callejero sufre súbitamente una metamorfosis: siempre es prioritario el paso del peatón, aunque eso signifique esperar a que el caminante llegue a la acera opuesta. Se dirá que es un rasgo de civilidad, pero sinceramente dicha civilidad está en directa relación con el tema del que hablaba más arriba: es el tiempo que corre de otro modo.

Las opciones hoteleras son variadas, pero mi última experiencia estuvo signada por el alojamiento en el Radisson Colonia, cuyos beneficios son muchos –el hotel se jacta de ser el único con casino incluido– pero también podría –si quisiera– jactarse de varias cosas más: ubicación privilegiada, gimnasio, sauna, y una cercanía incomparable con el Colonia Rowing, diferencia sólo capitalizable si al viajero le apasiona el remo.

A apenas cuatro cuadras del hotel ya empiezan las atracciones: la Basílica del Santísimo Sacramento (la iglesia más antigua de Uruguay), decorada con columnas y arcos elegantísimos.

Dado que la Basílica se encuentra en la Plaza de Armas, vale la pena pasear entre sus árboles. El centro de la plaza es el lugar idóneo para hacer un descanso. La zona está repleta de cafés y restaurantes, de una variedad gastronómica bastante ecléctica. Hay que caminar con precaución: las calles, al mejor estilo portugués, carecen de veredas y están adoquinadas.

Allí cerca está el Faro, cuya construcción data de 1857. Tiene 26 metros de altura y emite dos destellos rojos cada nueve segundos, pero para apreciarlos en toda su radiante insolencia es recomendable volver a pasar cuando haya caído el sol. Desde allí se puede caminar hasta el Bastión de San Miguel, la puerta de ingreso al casco histórico; es obligatorio sacar fotos allí.

Obligatoria es también la caminata a lo largo de la muralla y obligatorio –exagero: obligatorio no: recomendable– es almorzar en Bocadesanto, una hamburguesería gestionada por argentinos que queda justo enfrente de la muralla. Y todavía queda pendiente el paseo por el Muelle de Yates, en el extremo opuesto. Miren todo lo que vimos y recién son las 12 del mediodía. Si como decía Chaplin, “el tiempo es el mejor autor: siempre encuentra un final perfecto”, en Colonia nuestro autor llama a concluir la jornada cenando en Charco, en el casco histórico. El final perfecto.

 

(*) Desde Colonia del Sacramento para Diario PERFIL

 

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