Mágico viaje a Marruecos

Tierra de las ciudades imperiales, de encantadores de serpientes y beduinos, este mágico país ofrece rincones imperdibles. Fotogalería

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Por Carlos Albertoni (*)

Es anciano, muy anciano. El rostro cansado, los labios secos, la barba canosa y larga. En silencio, con una lentitud que exagera cada movimiento, se sienta sobre un tapiz de colores vivos y apoya junto a él una cesta. Luego, ya hecho casi un ovillo sobre la alfombra, comienza a hacer sonar una flauta, primero despacio, luego más sonoramente. Y entonces, de entre los mimbres, aparece una cobra de ojos amarillos y amenazantes que se arquea suavemente al compás de la melodía. Víctima del hechizo, la serpiente baila frente al anciano.

En Marruecos, las maravillas son postales que pueden hallarse en cualquier rincón, tanto en una calle estrecha de una antigua medina (parte antigua de una ciudad árabe), como en un patio amplio que precede la entrada a una mezquita, tanto en los comerciantes de pulseras de plata de los mercados como en los viejos que se sientan en los umbrales de sus casas a fumar narguiles, tanto en los beduinos que beben té en las arenas saharianas como en los ancianos que encantan cobras sobre alfombras coloridas.

Geografía de opuestos

Situada en el extremo noroccidental de Africa, Marruecos es una tierra de misterios que invariablemente agita la imaginación de los viajeros. En su geografía conviven las cumbres nevadas de la cordillera de los Atlas y las incontables dunas del desierto del Sahara, las tradiciones del Islam y los rituales africanos, el idioma francés heredado de las épocas coloniales y las lenguas bereberes de los nómades del sur sahariano. Todo ello como parte de un inmenso mosaico de gentes y lugares que, por momentos, pareciera ajeno al tiempo, como si el país entero hubiera sido víctima de un extraño anacronismo capaz de confundir lo que es real con lo que fue leyenda.

Como sucede en todo el mundo árabe, la religión se hace omnipresente en Marruecos. Cientos de mezquitas se levantan en grandes ciudades y pequeñas aldeas, muchas de ellas de altos minaretes (torres) desde los que los almuecines invitan al rezo diario cinco veces al día, como marca la tradición islámica. Una gran mayoría de la población es musulmana, pero las creencias islámicas distan bastante de ser ortodoxas en suelo marroquí, lo que ha permitido el resurgimiento de ciertas tradiciones religiosas preislámicas centradas en la veneración de maestros religiosos a los que se llama marabouts, estudiosos del Corán cuyo valor espiritual deriva de las viejas creencias politeístas de los bereberes, una etnia autóctona de la región del Magreb que habitara el norte del Africa desde los tiempos anteriores a la llegada de los árabes.

Ciudades imperiales

A la hora de planificar un recorrido por Marruecos, el visitante debe fijar su atención en Fez, Meknes, Rabat y Marrakesch, las llamadas ciudades imperiales que fueron, cada una a su turno, capitales de estas tierras. De ellas, la más antigua es Fez, fundada en el 789, pocos años después de que los árabes iniciaran su expansión por el norte de Africa tras la muerte del profeta Mahoma.

Sus arcadas de típico estilo árabe, las hortalizas desparramadas por los pisos de los mercados ambulantes, el martilleo taladrante de las herrerías, los burros llevando sobre sus lomos a mujeres cubiertas de túnicas oscuras y los bazares atestados de cacharros de bronce repujado son todas imágenes inequívocas de la vieja medina medieval, conocida como Fez el Bali, en la que las calles se entrelazan como en un laberinto opresivo e inexpugnable en el que perderse resulta inevitable.

Fundada en 1062 por el sultán almorávida Youssef Ibn Tachfin, la hipnótica Marrakesch es la ciudad más visitada de todo Marruecos. El caos, el sinsentido y la opulencia son la marca registrada de un lugar en el que el arte popular parece cultivarse hasta la obsesión. El centro de la ciudad es Djemaa el Fna, una enorme plaza en la que conviven malabaristas, lunáticos narradores de historias, encantadores de serpientes, aguateros, adivinos de tatuajes policromáticos, acróbatas y contorsionistas de huesos vencidos. Ubicada en la vieja medina, Djemaa el Fna es un universo de ilusiones y quimeras por el que los siempre asombrados turistas caminan como si fueran peregrinos de lo fantástico.

Más allá de la maravillosa Djemaa el Fna, Marrakesch ofrece al viajero otros cientos de lugares encantado res, entre ellos el zoco: el mercado popular de la vieja ciudad amurallada. Allí, los vendedores se multiplican en los rincones para ofrecer todo tipo de productos, desde viejos cacharros de metal cincelado hasta coranes encuadernados con tapas nacaradas y collares labrados en plata de altísima calidad.

El reino del sultán

Meknes fue capital de Marruecos por un corto período de 55 años, después de que el sultán Moulay Ismail la convirtiera en la principal ciudad del reino en 1672. Hoy, su esplendor aguarda tras las viejas murallas de la antigua medina, que en su época de oro llegaron a tener un largo de 25 km. Para el turismo es indispensable visitar la tumba de Ismail y, muy especialmente, la plaza de armas, donde los viejos sultanes revistaban a sus famosos regimientos negros.

Por su parte, Rabat es la actual capital del país. Si bien su medina amurallada no reflota imágenes del medioevo como las de Fez o Marrakesch, perderse en el trazado urbano de la vieja Rabat permite encontrarse con rincones en los que pequeños negocios ofrecen todo tipo de especias, como almendras, pistachos, anacardo, culantro, clavo de olor, tamarindo, cardamomo, chiles secos o exquisitos dulces de miel.

Todo un mundo de sensaciones. Pese a no tratarse de una ciudad imperial, Casablanca también obliga a una visita. Ubicada sobre la costa atlántica, es la más grande de las ciudades marroquíes y posee cinco millones de habitantes distribuidos en un trazado que, como ningún otro en todo el país, combina tradición y modernidad. Todo recorrido por la ciudad debe comenzar por la magnífica mezquita Hassan II, el mayor símbolo sacro de Marruecos, cuyo impresionante minarete supera los 200 m de altura, lo que lo ha transformado en el más alto del planeta.

No lejos de la mezquita Hassan II, la vieja medina de Casablanca se desparrama en forma anárquica tras unas murallas que poseen varias entradas, entre ellas la famosa puerta de Bab El Jajid, que lleva al corazón mismo del barrio amurallado. Y también cerca de allí, los amantes de la gastronomía cuentan con varios locales de comida, ideales para saborear exquisiteces del típico menú marroquí, como el cuscus, el tajine o la harira, acompañados siempre por un té, la bebida típica de Marruecos que es, además, un símbolo de hospitalidad con la que todo marroquí agasaja a sus visitantes. Una tradición, una postal más de esas tantas que agitan los sentidos de los viajeros que llegan a Marruecos. Una más, como aquella del anciano y la serpiente.

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(*) Nota publicada en la edición 477 de la Revista Weekend, junio de 2012.

 

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