Travesía por el Fin del Mundo
En el extremo sur del continente americano, un crucero une Punta Arenas con Ushuaia. Fotogalería
Uno de los puntos fuertes durante el viaje es la observación de pingüinos en los islotes Tuckers o en la isla de la Magdalena. [ Ver fotogalería ]
Por Raquel Miguel (dpa)
Desde los enormes ventanales del camarote, el pasajero tiene una hermosa panorámica del paisaje que va dejando atrás el crucero. Pero no se trata de turquesas aguas, islas cálidas paradisíacas o ciudades a las orillas del Mediterráneo o El Caribe, sino de glaciares, tierras inhóspitas, vírgenes y totalmente desiertas en un extremo recóndito del continente americano: navegamos por la punta sur, entre los canales de la Patagonia y Tierra del Fuego.
«Esto es el fin del mundo», afirma el capitán del «Stella Australis», Oscar Sheward. «Si desembarcamos en un punto elegido al alzar, es posible que seamos los primeros en pisar estas tierras. El tiempo ha convertido el lugar en una zona tan indómita que no ha sido sometida ni conquistada». Y que ha quedado preservada gracias a su declaración de reserva mundial de la biosfera de la UNESCO.
Durante los cinco días de navegación del recorrido que une la localidad chilena de Punta Arenas con Ushuaia, en Argentina -el trayecto puede realizarse también en sentido inverso- es muy probable no cruzarse con un alma. «La ruta que hacemos es la más remota y aislada, la menos conocida y utilizada, primitiva e intocable», asegura el jefe de expediciones, Mauricio Álvarez. La navegación por la zona está muy restringida a naves menores con bajo impacto ambiental y con el requisito de que el capitán o uno de los pilotos sea chileno. Además, el desembarco está prohibido.
Cruceros Australis es la única compañía hasta ahora que cubre en gran parte la ruta que hiciera el naturalista Charles Darwin por la zona en el siglo XIX -clave para el desarrollo de su teoría de la evolución- navegando entre míticos canales, recorriendo el estrecho de Magallanes -que separa la Patagonia de Tierra de Fuego- o el canal de Beagle y atravesando parques naturales y zonas protegidas.
Tras el embarque en la ciudad chilena de Punta Arenas y la primera noche de navegación, el primer destino es la bahía Ainsworth, en el Parque Nacional Alberto De Agostini, donde se levanta el imponente glaciar Marinelli y donde pueden verse, de muy cerca, los elefantes marinos que han elegido e lugar para reproducirse. Una caminata por la zona ofrece un insólito panorama de la fauna y flora autóctonas, como los característicos árboles Nothofagus o las formaciones de turba.
En la segunda parada, los islotes Tuckers, se visitan colonias de pingüinos magallánicos, cormoranes, gaviotas australes, chimangos o tiuques. Cada parada va acompañada de una historia sobre las expediciones, descubrimientos, la vida y la flora y fauna autóctonas. Durante el recorrido se aprende cómo se forman los glaciares, quiénes descubrieron y recorrieron esas tierras, quiénes poblaron algunas de ellas y cómo viven los leones y lobos marinos, los pingüinos o las aves autóctonas.
El tercer día de navegación es el punto fuerte de los glaciares: tras pasar por el canal Ballenero -bautizado por el capitán Fitz Roy, otro de los navegantes descubridores de la zona- y el Canal O’Brien, se desembarca en el majestuoso glaciar Pía, del que se tiene una magnífica panorámica recorriendo el sendero rocoso que lo bordea.
La navegación continúa por un regalo de la naturaleza, el brazo noroeste del canal de Beagle, en el que se sitúa la avenida de los glaciares, en cuyo recorrido van a apareciendo, con breves intervalos, los glaciares Romanche, Alemania, Francia, Italia y Holanda, que los pasajeros van descubriendo de forma lúdica, acompañados de un homenaje gastronómico dedicado a cada uno de esos países.
Pero como si los ojos no hubieran visto ya suficientes prodigios naturales, aún falta el plato fuerte de la expedición: el mítico Cabo de Hornos, el cruce de los océanos Atlántico y Pacífico y el punto más austral del mundo excluyendo la Antártida.
La sensación allí es de extrema vulnerabilidad y es que Sheward sabe muy bien que estas aguas en las que se sumerge la cordillera Darwin, y en las que la profundidad del Pacífico pasa a entre 3.000 y 4.000 metros en un breve intervalo, pueden mostrar su cara más oscura en cuestión de segundos. «Las condiciones de navegación pueden ser insostenibles y las tormentas, épicas, con vientos de más de 150 nudos (unos 200 kilómetros por hora) y una corriente permanente de oeste a este, con olas de hasta 15 metros«.
Por eso, antes del desembarco, los tripulantes hacen un estudio a fondo de las condiciones del mar y las corrientes, incluso metiéndose al agua.
La historia y la leyenda se han encargado también de alimentar un mito que rodea de misterio y de una cierta mística de espiritualidad la navegación por las coordenadas 55º56′ sur y 67º19′ oeste del globo, en cuyas tormentosas aguas se estima que desde el siglo XVI más de 800 naves se han perdido, sepultando en el mar a más de 10.000 hombres de numerosas nacionalidades.
Hoy en día, con los barcos a motor, existe un considerable tráfico marítimo internacional por el lugar, que va desde la circulación comercial, militar o turística hasta la navegación de piratas. Pero son muy pocos los que desembarcan en la minúscula isla.
Desde allí, un solo farero de la Armada chilena controla la navegación: Miguel Cádiz es el actual farero de la Marina de Chile destinado al peñón, confinado allí con su familia durante un año en el que se les prohíbe abandonar la isla excepto en casos de emergencia. Los niños, cuenta, continúan sus estudios por Internet.
Aparte de la modesta vivienda adosada al faro y una pequeña capilla situada junto a la misma, Miguel y su familia sólo pueden moverse por los alrededor de 500 metros que separan ese extremo de la isla con el otro en el que se levanta el monumento Cabo de Hornos o monumento a los albatros, una escultura de 7 metros del escultor chileno José Balcells Eyquem formada por la superposición de placas de acero que dibujan la figura de dos albatros. Según la leyenda, estas aves errantes encarnan y transportan las almas de los marinos muertos en las aguas del cruce de océanos.
Tras el mítico desembarco, se continúa el viaje hacia la bahía Wulaia (que significa «bahía bonita»), el lugar donde Fitz Roy y Darwin tuvieron contacto con aborígenes yaghanes en el siglo XIX. Allí pueden verse también castores, controvertidos roedores introducidos de forma artificial para incentivar el comercio de pieles en los años 60 que suponen hoy un grave problema para el ecosistema, y disfrutar de unas vistas únicas del paisaje de la Tierra del Fuego.
Todo, rodeado de fuertes medidas de seguridad, otro de los puntos fuertes de la expedición. En estas aguas, frías y peligrosas, una persona puede aguantar viva entre seis y diez minutos, cuenta Paula Galindo, la única mujer guía del barco. Además, la compañía está obligada a trabajar por la preservación de la zona. «Lo hacemos cuidando mucho los desembarcos, delimitando el tránsito y los circuitos, acotando senderos incluso con pasarelas y, sobre todo, a través de la educación», cuenta Álvarez.
La aventura austral culmina en Ushuaia, ya en territorio argentino, la principal ciudad de la Isla Grande de Tierra de Fuego. Los pasajeros desembarcan, pero el «Strella Australis» hace una pausa y en unas horas vuelve a emprender la navegación en sentido inverso.
Más información: www.australis.com