CIUDAD DE BUENOS AIRES
Una caminata entre la vida y el horror
Llama la atención lo pequeño que la ex ESMA, escenario de los horrores de la última Dictadura. Fotos.
Actualmente la ESMA es un "Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos". Foto: Sergio Goya/dpa [ Ver fotogalería ]
Por Astrid Riehn (dpa)
Encapuchados, torturados, esposados, con grilletes en los pies, los detenidos que permanecían secuestrados en la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) de Buenos Aires durante la última dictadura (1976-1983) escuchaban el timbre que, varias veces al día, llamaba al recreo a los alumnos de las Escuela Raggio, pegada al predio. De un lado, dolor y muerte. Del otro, risas, silbidos, el ruido de un pelotazo rebotando en el patio: el bullicio de la vida.
«Los detenidos estaban muy pendientes del timbre del colegio y de otros ruidos que pudieran ayudarlos a diferenciar el día de la noche. Sabemos que una de las peores formas de tortura psicológica es no tener noción del tiempo y el espacio», explica Débora, una de las guías junto a los cuales es posible hoy en día recorrer la ESMA.
El antiguo centro de instrucción militar funcionó en los años de plomo como uno de los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio (CCDTyE) más importantes del país y, desde fines de 2004, es un espacio de memoria en el que funcionan centros culturales, archivos y otras dependencias de organismos de derechos humanos, como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo.
Entre los alrededor de 30 edificios del predio, ubicado sobre la neurálgica Avenida del Libertador, a metros de la General Paz (la autopista que divide la capital del conubano), está el Casino de Oficiales, donde permanecieron secuestradas y fueron torturadas las alrededor de 5.000 personas que se estima pasaron por la ESMA. Entre ellas figuran Azucena Villaflor, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, y las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, secuestradas en 1977 por su conexión con el incipiente movimiento de las Madres. Apenas el cuatro por ciento sobrevivió. El resto murió en los llamados «vuelos de la muerte», en los que fueron arrojados vivos desde aviones al Río de la Plata.
La visita comienza en el playón de entrada al Casino de Oficiales -complejo habitacional y comedor de las altas jerarquías de la Marina-, a donde llegaban los automóviles con los secuestrados amordazados, esposados y escondidos en el baúl. Débora se esfuerza por imponer su voz al atronador concierto que brindan las aves desde los árboles que pueblan el predio de 17 hectáreas de la ex ESMA. El sol chispea, una brisa cálida trae el aroma de los tilos y los jacarandás en flor. Por un momento, cuesta imaginar que éste es el escenario en que se materializaron las concepciones más abyectas del horror.
Sin embargo, la vida se detiene en seco al bajar los primeros peldaños que conducen al sótano del Casino de Oficiales, el lugar en que los detenidos eran torturados en pequeños cubículos conformados por paneles de madera aglomerada y donde funcionaba una «enfermería» que fue también maternidad clandestina. Se calcula que unas 35 mujeres dieron a luz en la ESMA, entre ellas Alicia Alfonsín, la madre de Juan Cabandié, actual legislador del Frente para la Victoria (kirchnerista) por la Ciudad de Buenos Aires. Cabandié fue arrancado de brazos de su madre y apropiado por un policía con apenas dos semanas y no recuperó su identidad hasta los 26 años.
En el sótano también funcionaron «La Huevera», donde se producía material audiovisual de propaganda militar, una imprenta y un laboratorio fotográfico en el que se obligaba a los prisioneros a falsificar pasaportes y documentos de identidad. Desde el sótano también se organizaban todos los miércoles los vuelos de la muerte. Los secuestrados recibían una inyección de anestésico pentotal y eran sacados por una puerta lateral hacia el playón de estacionamiento, donde eran subidos a los camiones que los trasladaban al aeropuerto militar ubicado en el Aeroparque de la ciudad.
Fue en ese sótano, también, donde dos sobrevivientes aseguraron haber visto ser trasladado el cuerpo del escritor y periodista Rodolfo Walsh, acribillado por un grupo de tareas de la ESMA el 25 de marzo de 1977 en una esquina del centro de Buenos Aires. Llama la atención lo pequeño que es el lugar: aparentemente, no se necesitan grandes espacios para causar daños inconmensurables.
Hoy día el sótano no es más que eso: una estructura rectangular de paredes descascaradas, con pequeñas ventanas a lo alto que ahora dejan pasar la luz pero que en ese entonces estaban tapiadas. No quedan rastros de los paneles de madera que conformaban las celdas. Sin embargo, una sombra negra que cubre parte del cielorraso -resultado de un incendio intencional que formó parte de un frustrado plan de fuga- recuerda que éste es un lugar al que hace más de 30 años, nadie bajaba voluntariamente.
Subiendo las escaleras se encuentra el dormitorio de oficiales, y apenas unos peldaños más arriba, en un altillo de vigas grises de madera, «Capucha», el lugar en que eran confinados los detenidos acostados, separados por tabiques bajos de madera en forma de T y con luz artificial permanente.
A simple vista no se ven, pero los guías explican que en las paredes hay inscripciones realizadas mediante pequeñas incisiones con nombres, teléfonos y hasta una cruz con la leyenda «fe» que tienen valor de pruebas en los juicios contra los represores que se están llevando a cabo.
Hace tres años incluso apareció escrito con bolígrafo en una de las vigas el nombre de Horacio Domingo Maggio junto a la fecha «27/12/77». Maggio fue uno de los pocos detenidos de la ESMA que logró escapar en una «salida» del centro, engañando a sus custodios, pero fue cercado y muerto poco después por un grupo de tareas. Su cuerpo destrozado fue luego exhibido ante los secuestrados en la ESMA como trofeo de guerra.
«Las primeras sensaciones que percibí en este lugar fueron el persistente hedor, los quejidos y los llantos de dolor, los gritos de angustia de los que se encontraban allí secuestrados», se lee en un cartel el testimonio de Andrés Castillo, uno de los pocos sobrevivientes. Frente a «Capucha» se encontraban «La Pecera», donde los prisioneros más formados eran obligados a realizar trabajos «intelectuales» (como la traducción al español del periódico francés Le Monde Diplomatique) y «Pañol», donde eran acumulados los bienes que robaban los grupos de tareas durante sus operativos.
Unos pocos peldaños más arriba, en el altillo superior, donde se encontraba el tanque de agua, funcionaba «Capuchita», un lugar de confinamiento más pequeño que «Capucha» y cuyas condiciones de detención -debido a la falta de ventilación y las altas temperaturas- eran aún más extremas. El aire es espeso y no sólo el calor agobia.
De nuevo afuera, bajo el sol y entre los árboles, el aire se vuelve otra vez respirable. Distintos senderos conducen hacia lo que hoy día es el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti y las distintas dependencias a cargo de Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, donde se organizan festivales de teatro, ciclos de cine, exposiciones o lecturas con escritores invitados. Es decir, la vida.
Ni olvidar, ni perdonar.