Relato de un viajero: 36 horas en Reykiavik

En Islandia hay pocas horas de sol. Allí, los bosques de abedules, la aurora dorada y los géiseres son únicos. Galería

AURORA BOREAL. En Islandia se produce durante todo el año, pero las mejores épocas para observarla son el otoño o el invierno. [ Ver fotogalería ]

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Por Seth Kugel (*)

Era noche cerrada a las 8.30 de una mañana glacial de enero en Islandia, pero por lo menos no caía nieve. Aunque las nubes de la noche anterior habían eclipsado mi oportunidad de ver las luces del Norte, mi plan de concluir mis cuatro días en Islandia con un viaje de 36 horas, ida y vuelta desde Reykiavik, seguía en plena marcha.

El día anterior había aprovechado las preciadas horas de luz –unas cinco a esta altura del año– visitando los géiseres, las cascadas y los helados paisajes del Círculo Dorado, una ruta que traza un círculo hacia el noreste saliendo desde Reykiavik. Cuando el sol desapareció, a eso de las 15, me dirigí hacia el sur, a la costa, bordeando unas imponentes montañas hasta llegar a Vellir, una casa de hospedaje donde iba a pasar la noche.

Al otro día tenía que partir antes de que saliese el sol y manejar los 15 kilómetros que hay hasta Vik, una pintoresca aldea de 300 habitantes donde supuestamente hay playas de arena negra y unas formaciones rocosas increíbles. Pero esa mañana Sigurbjorg, la dueña de Vellir, una corpulenta pelirroja, me recibió con un desayuno especial para suavizar el anuncio de una mala noticia: una tormenta de nieve había azotado Vik tan fuertemente que habían suspendido las clases. “Pero si estamos cerca y el clima está bien”, dije. “Esto es Islandia”, respondió ella. “Si estás pensando volver en avión mañana, te recomiendo que no lo hagas”.

En Islandia, la naturaleza manda. En su gran mayoría, la escasa población –unos 320 mil habitantes– se aferra a la costa. Los cuentos de turistas que mueren deambulando por los glaciares son una advertencia. Y las cosas se ponen aun peor en invierno, cuando la luz del día se reduce a un puñado de horas.

Pero venir en invierno tiene un lado positivo: Islandia nunca está tan barata y libre de turistas. Además, siempre tuve curiosidad de ver cómo es estar en un lugar con tan poca luz de día. Resultó ser algo desorientador en todas las formas que esperaba, y en una más que en otras: como el sol apenas orilla el horizonte, el día parece un anochecer perpetuo, como si el tiempo estuviera suspendido. Y en eso el sol cae repentinamente y sólo quedan horas de oscuridad por delante.

Eso implica tener que planear los días con cuidado y prácticamente sin ayuda: las guías casi no hablan de cómo viajar por el país en invierno, y las excursiones desde la capital son escasísimas.

Reykiavik tiene sólo 120 mil habitantes, y es una ciudad limpia y acogedora con reputación de ser tanto una usina creativa como un lugar de fiesta. La fama de creativa parece justa: el país tiene su buena cuota de escritores, poetas y músicos. Pero lo de fiestera resulta un poco exagerado, al menos en invierno. Sin embargo, luego de pasar una noche en Boston –un bar repleto y con fama de bohemio– pude comprobar que los islandeses beben con ganas, bailan mucho y son amigables con los extranjeros.

Estuve dos días en Reykiavik antes de salir a recorrer el Círculo Dorado. Allí, mi primera parada fue el Parque Nacional Thingvellir, hermoso, incluso con nieve. Allí, el géiser Strokkur explota cada diez minutos, pero lo que más se destaca son las cataratas escalonadas y enormes de Gullfoss, donde unas caídas de agua rugen al salir de una cubierta de hielo.

Ahora estaba en Vellir, y Sigurbjorg terminó justificando mi viaje. Sacó un mapa y me mostró todo lo que me había perdido en el camino la noche anterior. Volví manejando y lo vi por mí mismo. Además de las montañas y las praderas que se extienden a sus pies, con alguna que otra casita aquí y allá, lo que más me impresionó fueron los caballos islandeses, chiquitos, con melenas casi blancas, piafando en la nieve para llegar al pasto de abajo.

Siguiendo el consejo de Sigurbjorg, hice dos paradas. La primera en Seljalandsfoss, una de las cataratas más lindas de Islandia, que contemplé en completa soledad. La otra, en Hveragerdi, un pequeño pueblito con una pileta natural de aguas termales entre las montañas.

Antes de regresar a Reykiavik fui a un bar para sentir ese calor que Islandia también tiene de sobra y que puede conseguirse de dos maneras: con balones de cerveza y una buena compañía.

 

(*) The New York Times / Travel Traducción Alejandro Grimoldi. Publicado en el diario PERFIL el sábado 19 de mayo de 2012.

 

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