Estocolmo, la perla nórdica que inspiró a Strindberg

A 105 años del fallecimiento de su hijo literario más vehemente, August Strindberg, la capital sueca se revela como su verdadera inspiración. Su llama aún continúa viva.

El casco antiguo de Estocolmo fue la verdadera musa literaria de August Strindberg. Las calles que caminaba a diario, su última vivienda y su fuego aún perduran. (Fotos: The New York Times) [ Ver fotogalería ]

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Por Ingrid K. WIllIams (*)

En Suecia, August Strindberg sigue vivo bajo la proverbial piel del país. El escritor y dramaturgo conocido por su estilo de vida escandaloso, su controvertido punto de vista político y su prodigiosa producción literaria, murió en 1912. Escribió novelas, artículos, ensayos, poemas, pero fuera de Suecia se lo conoce mejor por sus obras de teatro, incluso por Señorita Julia, tan provocadora como su autor. Necesito viajar para purgarme de Suecia y la estupidez sueca”, escribió Strindberg una vez a su editor. Pese a esta transparencia, o tal vez gracias a ella, es un autor que mantiene un vínculo indeleble con sus compatriotas.

Casi todos los suecos tienen alguna conexión con él, no sólo por su obra sino también por su personalidad”, resume Camilla Larsson, curadora del Museo Strindberg de Estocolmo. Este vínculo tal vez podría compararse con el que Hemingway tenía con América. Ambos llevaron una vida que merecía ser escrita. “Mi fuego es el mayor de Suecia”, llegó a decir. Ciñéndonos a lo literario, creo que su musa más frecuente –además de sus tres esposas– fue su hogar, Estocolmo. Si se lo visita con sus textos en mano, sorprenderá comprobar que la ciudad que el autor conoció está notablemente bien conservada.

Comencé en Södermalm, al sur, donde Strindberg ubicó la escena inicial de su primera novela, El cuarto rojo, una sátira de la sociedad sueca de 1870 que, para muchos, inauguró la novela moderna de ese país. Allí el autor describe Mosebacke, una adorable colina en la parte norte de Södermalm, una isla que hace 150 años estaba poco desarrollada, como casi todos los barrios de la periferia. Södermalm es hoy –discutiblemente– el área más popular de la ciudad, atestada de restaurantes, bares y boutiques.

Más allá, la isla de Skeppsholmen y su silueta de árboles es la prueba del continuo compromiso sueco con la protección de los espacios verdes. El autor de El cuarto rojo (por entonces de 30 años) presentaba la capital como un remanso poco sofisticado: “Los provincianos habían leído en alguna parte la dudosa opinión de que Estocolmo era otra París, y yo les había creído”. Sin embargo, en esos años la capital pasó de 90 mil residentes a 300 mil, y hoy se triplicaron sin que ese crecimiento haya reescrito completamente el pasado. El cuarto rojo, por ejemplo, era un auténtico salón en Berns, un hotel y complejo de entretenimiento en el centro, que Strindberg frecuentaba de noche y que hoy se destina a eventos especiales y –a pedido– se puede recorrer con Emelie Sandahl, encargada de prensa.

Hace muchos años, Josephine Baker y Marlene Dietrich cantaron en Berns mientras los comensales bailaban iluminados por inmensos candelabros. Al llegar al segundo piso, Sandahl dijo: “Allí está el famoso cuarto rojo. ¿Qué te parece?”. En ese pequeño espacio de techo abovedado y paneles oscuros pude imaginarme al escritor melenudo y bohemio –cuando este término todavía significaba algo– tomando punsch –el tradicional licor popular sueco– mientras argumentaba sobre política con otros artistas. Salí y caminé por Osterlanggatan, en Gamla Stan, y bajé hasta Ferkens Grand, un pasaje empedrado por donde anduvieron los inescrupulosos personajes de El cuarto rojo.

Cerca de Vitabergsparken, un área que Strindberg describió como golpeada por la pobreza, aún hay casas de madera de dos o tres pisos, algo que siempre me pareció una encantadora incongruencia rural en una ciudad como Estocolmo. Hay una vía pública peatonal en Drottninggatan hacia la última vivienda del escritor, hoy el Museo Strindberg (admisión 75 coronas suecas o US$ 8,85). El dramaturgo nació en Riddarholmen, una isla próxima al sur de Drottninggatan, y murió aquí. Como parte del Museo, el departamento de tres habitaciones fue recreado como estaba en vida de su dueño, con las paredes empapeladas de verde oliva y los libros sobre su escritorio.

Es difícil imaginarse exactamente cómo era la calle que él veía desde la ventana, cuando hoy está repleta de tiendas de cadena y galerías de varios pisos. Pero sobre el asfalto encontré escritas 33 citas de Strindberg (“Amame para siempre o te morderé en el cuello hasta que mueras”; “Estoy bajo observación porque se sospecha que soy sabio”) grabadas en acero, como parte de media milla de arte instalado en 1998. August Strindberg caminaba a diario muy temprano, una experiencia que plasmó en su ensayo Estocolmo, a las 7 de la mañana. En su época, “la ciudad finalizaba abruptamente y comenzaba el campo, sin la transición de los suburbios”.

Esos límites urbanos se corrieron hace tiempo. Hacia el sur, Strandvägen “como una terraza con delicadas casas de colores de un lado y buques de carga del otro conduce hacia la costa. En el camino, él ve uno de los paisajes más bellos de la capital: Nybroviken, la bahía que acaricia Strandvägen; al otro lado del agua los árboles gigantes de Skeppsholmen; y más allá, la iglesia barroca Katarina. El circuito continúa luego con la plaza Gustavo Adolfo, “siempre agradando con su simetría cambiante. En el reloj de la esquina uno quiere encontrar algún conocido, perder un rato, disipar el sentimiento de soledad y sentirse en casa”.

Sin encontrar caras familiares, Strindberg y yo retomamos el norte hacia Drottninggatan, cortamos por el Parque Berzelii y regresamos por Strandvägen que, como él apuntó, a esta hora se inunda de luz y trabajadores holmienses. Algunas opiniones de Strindberg sobre el teatro también eran incendiarias (“las bibliotecas cada tanto deberían quemarse, de lo contrario el equipaje sería muy grande”) y en 1907 encontró una sala experimental, Intima Teatern, inusualmente pequeña, para 150 espectadores, que cerraría tres años más tarde. Reabierta y reformada en 2002, conservó su atmósfera intimista.

Compré una entrada para ver El pelícano, una de las cuatro piezas que Strindberg había escrito especialmente para ella. Esta producción abría con una danza maniática de actores en diversos grados de nudismo, un escenario amenazadoramente móvil y una interpretación vanguardista del texto que daba cuenta de los cruces entre una viuda y su hijo adulto. A pesar de esta puesta salvaje, el lirismo de Strindberg aún brilla, una prueba más de que su fuego aún arde en Estocolmo.

 

(*) The New York Times / Travel. Publicado por Diario PERFIL / Traducción: Mónica Martin.

 

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