Entre cementerios y criptas: un recorrido por la Viena más siniestra

Los habitantes de la capital vienesa tienen una relación especial con la muerte. Antiguamente, un entierro era un acontecimiento ostentoso del que debía enterarse toda la ciudad.

Sarcófagos de madera en la cripta de San Miguel. [ Ver fotogalería ]

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Lo primero que se ve son tumbas. Quien viaje a la capital austriaca y vaya desde el aeropuerto hasta el centro pasa por el cementerio central de Viena, una de las mayores necrópolis de Europa. Está situado en el barrio de Simmering, en el sudeste de la ciudad, y aquí están enterrados tres millones de muertos. Es tan grande que tiene paradas de autobús y los turistas pueden dar una vuelta en carruaje por sus 80 kilómetros de caminos. Entre los mausoleos del camposanto hay unos mil que pertenecen a conocidos músicos, escritores o políticos.

En la sepultura del músico austriaco Johann Hans Hölzel, más conocido como Falco y fallecido en un accidente de tráfico en la República Dominicana en 1998, ya hay dos fans haciendo fotos en una fría mañana de lunes. La tumba tiene la forma de un CD roto y muestra a Falco con su capa negra. «¿Tengo que morir para vivir?», cantaba el artista, y a uno le gustaría responder: Sí, en Viena quizá sí.

Los habitantes de la capital vienesa tienen una relación especial con la muerte. Antiguamente, un entierro era un acontecimiento ostentoso del que debía enterarse toda la ciudad. Algunas personas ahorraban durante toda su vida para su sepelio.


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Desde 1967 existe un museo funerario que actualmente se encuentra en el cementerio central. En un antiguo tanatorio se pueden ver ataúdes, urnas y trajes de difunto. Los visitantes también pueden escuchar las canciones para sepelios más populares entre los vieneses. El primer puesto es para «Time to Say Goodbye» (Hora de decir adiós), el segundo para el Ave María de Bach y el tercero para el Ave María de Schubert.

El centro de Viena también es un cementerio único ya que está lleno de criptas y catacumbas. La cripta de San Miguel se encuentra debajo de la iglesia del mismo nombre frente al Hofburg, residencia del presidente austriaco. En el estrecho y oscuro sótano hace frío y algunos ataúdes están abiertos por lo que el visitante puede ver los cadáveres momificados y lo que queda de sus pelucas.

«¿Mozart también está aquí abajo?», pregunta un niño pequeño. «Él no pero su suegro sí», dice el guía. Nadie sabe dónde se encuentran los restos del compositor. Aunque los obituarios facilitan información sobre quiénes están en la cripta los féretros no están identificados con nombres.


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De lo que no cabe la menor duda es quiénes están enterrados en la cripta de los Capuchinos, ubicada bajo un sencillo convento y la más famosa de toda Viena. Aquí se guardan los huesos de los Habsburgo, que reinaron en el país desde el siglo XII hasta el final de la monarquía en 1918. 149 de ellos se encuentran en sarcófagos laboriosamente decorados.

Durante el recorrido por la cripta iluminada, Tanja Dolnak, que por su corte de pelo y su chal de seda podría dedicarse a vender prendas de lujo, se centra en los soberanos más importantes sin olvidar la sepultura de la emperatriz más famosa de Austria: Sisí. En su tumba hay flores frescas y nadie se hace selfies.

En el Museo del Crimen, ubicado lejos de las masas turísticas en una modesta vivienda en el tranquilo distrito de Leopoldstadt, se encuentran imágenes impactantes. La ciudad exhibe aquí instrumentos de tortura, así como armas criminales, e ilustra los crímenes más escalofriantes, en parte con fotos originales de los cadáveres. Esto hay que poder aguantarlo.

En las famosas cafeterías, que uno nunca sabe a ciencia cierta si encontrar melancólicas o decadentes, la muerte también se sienta a la mesa. Los camareros, con gesto serio y vestidos de negro, parecen a menudo portadores de féretros. Antes de las 11 de la mañana los clientes piden tarta. Quien tenga un contacto tan natural con la muerte como los vieneses quizá disfrute más de la vida.


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El Prater, el mayor parque de atracciones de la ciudad, abre todo el año. En un fresco día de otoño el lugar está casi vacío y los árboles sin hojas en torno a las atracciones, de las cuales la mitad son túneles del terror, le confieren un aspecto triste. «¡Fantasmas a la derecha, fantasmas a la izquierda!», anuncian los altavoces. Ahora mismo podríamos estar perfectamente en 1970.

«Para nosotros los túneles del terror eran lo máximo», cuenta Karl Kalisch, un austriaco de 86 años que vive desde hace décadas en Viena con su mujer Gertraud, de 71. Kalisch habla del «cementerio de los sin nombre», en el sudeste de la periferia. Se trata del último lugar de reposo de suicidas a los que nadie identifica o de personas sin parientes. «Esto no existe en otras ciudades», asegura. A modo de despedida Gertraud regala a la visitante una guía de cementerios para Viena.

 

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