Rumania no muerde

A pesar de la mala fama que le dio «Drácula», es un país de praderas románticas, aldeas de otros tiempos y un paisaje natural casi intacto. Fotos

El Castillo de Bran, en Transilvania, conocido como el "Castillo Drácula", atrae a turistas movidos por su curiosidad por los vampiros. Foto: picture-alliance/dpa [ Ver fotogalería ]

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En Rumania, tras la huella del Conde Drácula

Por María Luz Climent Mascarell (dpa)

Si el creador japonés de los dibujos de «Heidi» hubiese visto las hermosas montañas de Bucovina, no habría ambientado las aventuras de la traviesa niña alegre de mofletes sonrosados en la Suiza original, sino en esta región del norte de Rumania, al sur de Ucrania.

Sin embargo, fue el escritor irlandés Bram Stoker quien puso Rumania en el imaginario de lectores de todo el mundo, pero como la tierra de vampiros y la patria del terrorífico Drácula. Y así ha quedado uno de los más hermosos paisajes del antiguo bloque de países del Este como una tierra oscura, cuando en realidad es una nación luminosa, en la que al visitante le aguarda frondosos bosques, praderas tupidas que invitan a recostarse sobre la hierba y minúsculas aldeas ajenas al correr de los tiempos. En ocasiones evoca un paisaje puro, apenas alterado por la mano del hombre.

Pero sobre todo hay un motivo que en sí mismo vale todo el viaje a Rumanía: los frescos de los monasterios e iglesias de Bucovina.

Erigidos en el siglo XV y XVI por el príncipe de Moldavia Stefan Cel Mare (Esteban el Grande y el Santo) y su hijo ilegítimo Petru Rares, se construyeron en zonas boscosas para quedar a salvo de los turcos, cuyo imperio por entonces ya había llegado a las puertas de Viena. La intención del monarca era consolidar un Estado moldavo de lengua latina, así como la religión cristiana, por lo que hizo construir varios monasterios profusamente decorados con escenas bíblicas tanto dentro como fuera de la iglesia.

Este espectáculo visual está compuesto por un rosario de iglesias ortodoxas cuyo recorrido de varios cientos de kilómetros por áreas montañosas requiere sin embargo destreza al volante a fin de poder llegar a los monasterios sin acabar en una cuneta, pues algunas carreteras son dignas de un «Camel Trophy».

Los recintos religiosos, declarados Patrimonio de la Humanidad, conservan en admirable buen estado los frescos exteriores, a pesar de la humedad o las fuertes nevadas en invierno que han soportado durante varios siglos. Realizados con tintes naturales, el estilo iconográfico de las pinturas preserva todo ese misticismo que desprende el arte bizantino.

Stefan Cel Mare, uno de los escasos gobernantes que cuenta con el reconocimiento y la admiración de los rumanos, era un hombre creyente y que supo comprender cuán importante era también el apoyo de la iglesia. Con los frescos en las iglesias se pretendía consolidar el cristianismo deslumbrando a los súbditos, en su práctica totalidad campesinos analfabetos. La narración cumplía así un doble objetivo: educativo y moral.

Es por ello que las escenas bíblicas están adaptadas a la realidad local. Así en casi todas las iglesias casi nunca falta San Jorge o San Miguel, los santos guerreros que combaten a las huestes infieles provenientes de Oriente o el diablo, que aparece vestido como una seductora hurí turca.

Voronet, el más antiguo de los monasterios, está considerado la joya de Bucovina. Y más de un experto coincide en señalar que se trata de «la Capilla Sixtina de Oriente». Un deslumbrante «Juicio final» cubre la fachada occidental, capaz de hacer creer en la fuerza del arte hasta al más agnóstico.

Allí el color predominante es el azul, mientras que en el monasterio de Humor es el rojo y en el de Moldovita el amarillo: los tres colores de la bandera rumana.

No todos los monasterios están habitados. En Moldovita viven unas monjas que, vestidas de negro riguroso se encargan de la conservación del convento y de atender a los turistas. Allí se encuentra la «malaki» (hermana) Antonina, que lleva 39 de sus 86 años en el convento.

Alegre y desenfadada se pone a hablar con el visitante y poco parece importarle que su interlocutor no entienda rumano. Por la similitud de este idioma con el latín consigue hacerse entender: la hermana dice que es una pena que esté lloviendo.

Tal vez la hermana Antonina sea una de las pocas personas en Rumanía que no ve telenovelas en español. Los amoríos imposibles de romanticismo trasnochado y final más que predecible son todo un fenómeno televisivo en este rincón del mundo, casi a orillas del mar Negro.

Hay un canal de televisión que emite a todas horas una telenovela diferente y nunca son traducidas, sino que se emiten con subtítulos, lo que no deja de ser una ventaja para el viajero hispano hablante, ya que más de un rumano acaba manejando algunas palabras de español, aunque sean frases de telenovela.

En la iglesia de Sucevita, construida mucho más tarde, predomina el color verde, el de los bosques de hayas y abetos que rodean estos santos lugares. En la región pervive un mundo rural apenas alterado por el paso de los siglos y la mano del hombre es prácticamente sólo visible en los campos de cultivo, ganados a fuerza de talar bosques.

Es frecuente ver a la familia desplazándose en un carro conformado por unos pocos tablones, donde no suele faltar algo de paja para hacer más mullido el viaje. Los ganaderos siguen transportando la leche en el carro y el tractor aparece como el mayor avance tecnológico que ha logrado adentrarse en esas tierras.

En muchas aldeas sigue habiendo un pozo de agua casi a la puerta de la casa y resulta difícil ver una antena de televisión (y menos aún una parabólica). Las cigüeñas siguen anidando en postes insospechados y en las tiendas, si las hay, el jabón, por ejemplo, se vende al peso, como se vendía antaño la harina.

Se trata de una forma de vida que por ahora convive con el incipiente turismo, pero Rumania sigue enviando a muchos de sus jóvenes a  buscarse un futuro más prometedor en el extranjero, y eso a pesar de  tener un potencial turístico plenamente por descubrir y explotar.

El Castillo de Bran, en Transilvania, conocido como el «Castillo Drácula», atrae a turistas movidos por su curiosidad por los vampiros. Foto: picture-alliance/dpa

 

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