ESTADOS UNIDOS / DEATH VALLEY

Viaje entre fantasmas

En la frontera entre California y Nevada, sitios como Leadfield, y Skidoo hirvieron de gente y avaricia durante la fiebre del oro. Fotogalería

En la frontera entre California y Nevada, sitios como Leadfield, y Skidoo hirvieron de gente y avaricia durante la fiebre del oro. Hoy conforman un millón de hectáreas tenebrosas. Hay un museo, viejas minas y tour en busca de espíritus. [ Ver fotogalería ]

Por Jesse Mckinley (*)

Es casi medianoche en las afueras del Valle de la Muerte, y estoy parado en una oscura habitación del hotel Amargosa Opera House con otras cinco personas convencidas de que estamos hablándoles a unos espíritus. “Algo está pasando”, dice uno de los cazafantasmas, que empuña un supuesto detector de campos electromagnéticos. Es cierto: el aparato está como loco. Y, si bien no creo en los fantasmas, siento un escalofrío.

En realidad, el Parque Nacional del Valle de la Muerte no necesita mucha ayuda para ser tenebroso. El valle, uno de los lugares más bajos y áridos del planeta, tiene más pueblos fantasmas que pueblos normales: sitios abandonados –como Leadfield, Chloride City y Skidoo– cuyos últimos habitantes se largaron tan pronto se acabó el oro.

Sus misterios siempre me han intrigado, así que finalmente decidí hacer un peregrinaje a esta extensión de más de un millón de hectáreas en la frontera de California con Nevada, siguiendo los pasos de un sinnúmero de curiosos y excéntricos visitantes. Alquilé un auto en Las Vegas y durante dos días recorrí casi 300 kilómetros, pasando por empinados médanos de arena, cráteres volcánicos, ásperos salares y picos nevados que se precipitan en cañones de roca roja.

Parte del atractivo para mí (y sin duda para la multitud que acude todos los años) radica en la peculiar emoción que provoca estar en un lugar tan solitario y apartado. Rara vez me he sentido tan aislado como aquí, en el Valle de la Muerte, que está a unos 120 kilómetros al oeste de Las Vegas. Sin embargo, a pesar de su ominosa reputación, lo que encontré fue un lugar que bulle con pequeños reductos de vida.

Empecé mi recorrido fuera del parque, en el viejo y abandonado pueblo de Rhyolite, Nevada. A unos 24 kilómetros al oeste, en las montañas Gravepine, queda Leadfield, un rejunte de oxidadas casuchas que estuvieron habitadas unos meses en 1926. La ruta, de un ripio peligroso, es muy colorida: la piedra roja da lugar a unas grandes rocas de tonalidades verdes y rosadas.

De ahí tomé la autopista 190, que avanza por el norte hacia varios sitios, tanto naturales –como el cráter Ubehebe, la antigua huella de un volcán– como artificiales. Scotty’s Castle, por ejemplo, una mansión de estilo mediterráneo construida en los años 20 en medio del desierto; el viejo y excéntrico proyecto inconcluso de unos magnates.

Ese día pasé la noche en el Ranch at Furnace Creek, un complejo que tiene tres restaurantes, una pileta con agua de manantial, un museo de minería y acceso al campo de golf más bajo de todo el planeta. Pero no pude aprovechar el hotel ya que a la mañana tenía que partir hacia Ballart, en la base de las montañas Panamint, una cordillera rica en plata y oro. Descubrí que el Ballart, un viejo pueblo de abastecimiento de los mineros, había vuelto a sus orígenes. Su único habitante es Rock Novak, encargado del lugar que funciona como camping.

Luego pasé a través de las Panamints y fui hacia el punto más bajo de los Estados Unidos, en las afueras de Badwater. A 86 metros por debajo del nivel del mar, Badwater es el sitio más visitado del Valle de la Muerte, y ese día la quietud de su laguna salada reflejaba perfectamente la cordillera de montañas circundantes.

De ahí hacia el este hay otra rareza: el Amargosa Opera House, fundado en 1968 por Marta Becket, una actriz de 87 años. La noche que estuve ahí, la función fue muy espiritual. Un equipo de cazafantasmas ofrecía un tour de seis horas por el hotel, que se cree que es el hogar de una multitud de fantasmas. Así terminé en un cuarto con un grupo de creyentes que solicitaban una comunicación con el Más Allá. “¿Podría decirnos su nombre? ¿Usted solía vivir aquí?”, preguntaban. No escuché nada, aunque sí sentí un cosquilleo en la nuca. Había una ventana rota en el cuarto, por supuesto, y hacía un frío de miedo, pero aún así… Mi grupo siguió el recorrido, hurgando en la noche, buscando los rastros de aquellos que estuvieron antes. Y que, al parecer, siguen estando.

 

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(*) The New York Times / Travel. Publicado en la edición del Diario PERFIL el sábado 9 de junio de 2012. Traducción: Alejandro Grimoldi

 

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